La obra pública se convirtió en el campo de batalla más áspero de estos tiempos. En un país que arrastra desde hace décadas un déficit de inversión en infraestructura, la administración nacional eligió correrse de ese terreno con un mensaje contundente: no habrá fondos del Estado para caminos, defensas contra inundaciones, hospitales, energía ni ninguna otra obra. La decisión generó un vacío que puso bajo tensión a gobiernos provinciales y municipales, forzados a buscar alternativas, y a un sector privado que aparece en el debate como eventual reemplazo, aunque con límites claros. La pregunta que se impone es qué puede ocurrir en el futuro, cuando la coyuntura deje paso a la necesidad concreta de reparar, mantener y expandir la red de infraestructura que sostiene la vida productiva del país.
En Santa Fe, la pulseada se siente con particular intensidad. La provincia decidió colocar la obra pública en el centro de su gestión, con experiencias novedosas de financiamiento en el mercado de capitales y proyectos concebidos en conjunto con empresas directamente beneficiadas por las intervenciones. “El Estado no puede borrarse de cuestiones estratégicas como rutas, defensas contra inundaciones o energía. Son obras que un privado no hará porque no puede recuperar la inversión”, subraya el ministro de Obras Públicas, Lisandro Enrico.
El funcionario no ahorra críticas a la inacción nacional. Señala que no existe un plan para los 30.000 kilómetros de rutas que no entrarán en las futuras concesiones y que el deterioro se paga todos los días en vidas, accidentes, cubiertas rotas y estrés en los usuarios. El haber eliminado los peajes sin reemplazarlos por un sistema alternativo –decisión que se ejecutó bajo la presidencia de Alberto Fernández– dejó a la red en un abandono que, advierten desde la Casa Gris, tiene consecuencias fatales.
Santa Fe, en cambio, explora caminos: bonos colocados en el mercado para financiar ampliaciones como el tercer carril de la autopista a Santa Fe, llamados a licitación con más competencia para bajar precios y contacto directo con sectores interesados en que ciertas obras se hagan, como la agroindustria o las compañías logísticas. Dicha matriz, si bien puede tener un reperfilado para extrapolarse a otros distintos, es a criterios de muchos entendidos en infraestructura una fórmula que puede funcionar.
Desde la capital santafesina, además de chapear con las variantes que pusieron a jugar desde 2024, también reconocen que cualquier esquema de obra pública requiere sustentabilidad y eficiencia, tanto en tarifas de servicios como en modelos de gestión. “Nosotros tuvimos que actualizar el precio del agua en más de 5.000% en dieciséis meses, porque estaba regalado y el sistema no era viable”, ejemplifica. La mirada apunta a que los usuarios paguen lo que corresponde y que las empresas, compitiendo, ayuden a bajar los costos de inversión. La pregunta que flota es si este modelo, que la provincia ya ensaya, puede extrapolarse a Nación.
La Bolsa de Comercio de Rosario observa con lupa el escenario, particularmente en lo que hace al transporte. Alfredo Sesé, secretario de Transporte de la entidad, aunque siempre a título personal y despegándose de cualquier postura institucional, advierte que hay un problema estructural en los esquemas planteados por Nación. La concesión privada puede funcionar en corredores de alto tránsito, donde el peaje asegura el repago de la inversión. Pero en un país extenso como Argentina, buena parte de la red queda afuera de esa lógica. “¿Qué pasa con los 20.000 kilómetros de rutas nacionales que no entran en el sistema federal de concesiones? Si el Estado se retira totalmente, habrá zonas enteras del país que quedarán sin mantenimiento. Y no existe experiencia en el mundo donde la totalidad de la infraestructura vial quede en manos privadas”, advierte.
El riesgo mayor está en que la discusión actual ni siquiera contempla la ampliación de capacidad. “Una cosa es mantener y conservar. Otra muy distinta es hacer autovías y autopistas. Ese desafío hoy no está cubierto”, agrega Sesé.
En la Cámara Argentina de la Construcción la preocupación es evidente. Ricardo Griot, titular de la delegación Rosario, remarca que ningún país serio del mundo puede sostener su infraestructura sin inversión pública. Ni siquiera Inglaterra, pionera en asociaciones público-privadas, alcanza el 20% de inversión privada en el rubro. “El costo de no invertir se mide en un 1,6% del PBI perdido por deterioro cada año. La Nación decidió no mantener la casa: está gastando en sueldos, no en reparar paredes húmedas. Eso se paga más caro después”, dispara.
El diagnóstico es compartido: los problemas de la infraestructura argentina vienen de arrastre, con proyectos serios apenas en la década del 90 –como el plan Laura, que nunca se concretó– y décadas posteriores manchadas por corrupción y sobreprecios. Ahora, el giro es al otro extremo: la desatención total.
La Asociación Argentina de Carreteras aporta datos duros que encienden luces rojas: el 70% de la red vial está en estado regular o malo. Y si bien el plan de concesiones nacionales apunta a los 9.000 kilómetros de mayor tránsito, los 30.000 restantes siguen sin estrategia ni presupuesto. “Ahí es donde se pierden vidas y capital invertido”, advierte su vicepresidente, Fabricio Cattáneo. Desde la entidad elaboran una propuesta que incluye un relevamiento tramo por tramo, prioridades de intervención y posibles fuentes de financiamiento, desde fondos multilaterales hasta mecanismos de mantenimiento con posterior transferencia al Estado. Pero el eje, insisten, debe estar en la planificación federal.
El problema no se limita a la red vial. El financiamiento internacional existe y está disponible, incluso para privados o estados subnacionales. Griot cuenta que en mayo estuvo en reuniones con el BID y el Banco Mundial, donde confirmaron que hay líneas vigentes para infraestructura. Lo que falta es voluntad política. “Créditos hay, pero los toman los países vecinos. En Argentina no se accede porque el Gobierno nacional no quiere que entren en el déficit”, afirma.
Las alternativas
Frente a ese vacío, las provincias avanzan por su cuenta. Santa Fe es la más visible, pero no la única. Neuquén y Mendoza ya reclamaron tramos de rutas nacionales para administrarlos ellas mismas. Sin embargo, el traspaso nunca se concreta porque la Nación no envía el presupuesto asociado. En ese juego de pases y responsabilidades diluidas, los caminos se deterioran y la producción se encarece.
El caso de los accesos a los puertos es un botón de muestra. Municipios que cobran tasas viales destinan esos recursos a cualquier otra cosa mientras los camiones siguen entrando por huellas de tierra. Las agroexportadoras, que dependen de esos corredores, reclaman soluciones pero tampoco asumen directamente el costo. Sesé sostiene que no es probable que aceiteras o grandes grupos industriales se conviertan en concesionarios viales: carecen de experiencia y la ecuación de negocio no les resulta atractiva. En todo caso, pueden invertir como actores financieros, comprando bonos, pero no gestionando rutas. El debate sobre el modelo de gestión se extiende también a los servicios públicos.
¿Qué escenario se abre entonces? En lo inmediato, el más probable es un esquema híbrido: concesiones privadas en los corredores más transitados, provincias asumiendo obras con bonos y financiamiento externo, organismos multilaterales aportando créditos y un Estado nacional que, más tarde o más temprano, deberá volver a la mesa. Ningún actor puede hacerlo solo. La clave estará en diseñar un sistema que combine la responsabilidad pública con la eficiencia privada, y que reparta riesgos de manera equitativa.
El dilema no es menor: la infraestructura no admite demoras indefinidas. Cada año sin inversión agrava la brecha. Y cuando finalmente haya que actuar, los costos de reconstrucción serán muy superiores a los de un mantenimiento regular. Cattáneo advierte que la inversión inicial ya es mayor porque se perdió tiempo, y que el capital invertido en décadas previas corre riesgo de perderse definitivamente.
“Sin inversión pública no hay infraestructura y sin infraestructura no hay progreso”, repiten en la Cámara de la Construcción. La obra pública no es sólo un motor de empleo o un engranaje de la economía: es la base misma de la competitividad productiva y de la seguridad de millones de personas. El costo de seguir postergando un acuerdo será cada vez más alto. El tiempo corre, los baches se agrandan y la Argentina se acerca a un punto en el que ya no bastará con mantener: habrá que reconstruir.
El modelo híbrido se impone al final del túnel mientras Nación y Provincia pelean por la inversión estatal para infraestructura. Radiografía del lastre y cimientos para edificar obras clave.
INVERSIÓN ESTRATÉGICA
Por PATRICIO DOBAL
Sin Nación, las provincias buscan
alternativas de financiación.
Alfredo Sesé, de la BCR, y Ricardo Griot, de la Cámara Argentina de la Construcción.
Desde Santa Fe plantean que cualquier esquema de obra pública requiere sustentabilidad y eficiencia, tanto en tarifas de servicios como en modelos de gestión.